23. may., 2021
Adoquinando con libros mis primeros caminos
No puede ser sorpresa para nadie que me conozca un poco, y así lo he confesado tantas veces, que mis mayores entusiasmos los invierto desde siempre en tres materias que tengo por sagradas: los libros, las bellas artes y la cocina.
Cada una de las tres, con sus ramificaciones y temas subordinados, con sus historias, presentes y futuros, colman mi mundo intelectual con tal intensidad, que me dejan poco espacio para pasiones nuevas e intrusas que a veces incluso me apena despreciar. Tan solo el amor enamorado y los viajes bien viajados pudiesen acaso disputarles a las anteriores alguna atención de mi parte, pero, para mi suerte, son compatibles, suman provechos y no le restan nada a las primeras. Es evidente que mis escritos casi siempre abordan estas temáticas mucho más que otras.
En esta ocasión regreso al tema de los libros, pero no a mis lecturas de los recientes cuarenta años, aunque también merezcan ríos de tinta u océanos de bytes, sino a las de literatura infantil y juvenil que marcaron a fuego y tirachinas mi personalidad de entonces y de ahora.
Nací y crecí hasta la edad de dieciséis en Alemania, donde los veranos son cortos y el tiempo desapacible se prolonga más allá de lo razonable, sobre todo para un niño que ama la calle y sus enigmas mucho más que la tranquilidad monótona del hogar. Al menos así me ocurría a mí.
A este hecho le sumo que, en aquellos tiempos, era el hijo único de unos padres inmigrantes que bastante tenían con dar batalla al desarraigo y a la morriña. Por narices, arcanos, y mis propios padres bien plantados que sabían manejar con exquisito criterio mis horarios callejeros y los de estar en casa, tuve entonces que prodigarme en un sinfín de aventuras desde un cosmos de fantasías que los libros me ofrecían y en el cual yo podía desfogar mis habilidades de niño.
Y vaya que las desfogué porque, ni bien arranqué a dominar la lectura con una adecuada soltura a la edad de seis años, se me apostó en mis convicciones una cabezonería sagaz que convirtió el acto de leer en una obsesión maratónica. Mi mente no concebía la posibilidad de quedarme a medio camino y que las aventuras pudiesen ocurrir sin mí, y mejor me aferré a una obstinación poco madura y muy infantil devorando historias y libros a mansalva.
La primera colección de historias que leí con un protagonista heroico y entrañable fue la del cartero Pitje Puck, personaje simpaticón y habilidoso del escritor holandés Arnoldus. Pasé después por otras tantísimas aventuras que Erich Kästner, Enid Blyton, Julio Verne, Astrid Lindgren, Selma Lagerlöf, Mark Twain, Charles Dickens, Karl May y muchos otros habían creado con el único objetivo de hacerme soportar mejor mis largos encierros. Me fabricaron así, amorosamente, hermosos escapes mentales hacia historias y misterios que yo percibí como escritos directamente para mí. Entre aventura y aventura, hasta el niño más inquieto necesita reponer fuerzas y yo intercalaba entre ellas, con igual fascinación, los fascículos de una colección de libros de divulgación titulada Was ist Was. Literalmente se traduce como Qué es Qué, y no sé si alguna vez esta prodigiosa serie de la editorial Tessloff ha sido editada en nuestro idioma y, en su caso, con qué título.
Más que estudiando en la escuela, fue con aquella colección que aprendí sobre dinosaurios, el cuerpo humano, los motores de combustión, el cosmos, el descubrimiento de América, los océanos… infinidad de temas tan bellamente narrados como ilustrados y que yo releía una y otra vez, siempre con la preocupación de habérseme escapado algún pormenor durante una lectura anterior.
Aquellos primeros años de lecturas fueron mis primeros años de viajero por universos tan variopintos como seductores.
Hoy sigo amando leer y amo los libros; naturalmente filtro ahora mis lecturas a través de los juicios de la edad a la que he ido avanzando, y ya no por los de mis primeros años de lector impaciente e indomable.
Muchas veces retorno en mis divagaciones y recuerdos hacia aquellos años primerizos y sonrío al constatar, que mi niñez plagada de libros y letras fue la hostia.
Mario Vargas Llosa, a quien admiro y tengo por intelectual portentoso, coincidiendo con él en muchísimas convicciones, cuenta que lo más extraordinario que le ocurrió en su vida fue aprender a leer.
Ciertamente, puedo coincidir con él en que el aprendizaje mismo es un evento destacado al que casi todos debemos reconocimiento.
Pero yo afirmo siempre, que la circunstancia más espléndida que me ha ocurrido a mí en la vida no fue aprender a leer, sino la de tener unos padres fantásticos que me alimentaban mis angurrias por los libros a base de comprármelos sin nunca oponerse.
Y no es que enchufaran al niño a un libro para que se entretuviera y no incordiara, que así lo hacen hoy muchos padres, por lo general valiéndose de pantallas y una permisividad descontrolada.
Los míos tenían el más absoluto control sobre lo que iba sumándose a mi codiciosa biblioteca, como tenían el control sobre todo en mi niñez, aunque astutamente me dejaban creer que era yo mismo el conductor de mi vida.
Sin ellos haber sido grandes lectores y, posiblemente, con algún que otro sacrificio que yo no sabía dimensionar, jamás escatimaron en fomentarme la pasión.
Esta agudeza y buen hacer de mis épicos padres emigrantes a la hora de serme ejemplos de vida y cómplices de hábitos como la lectura, que marcarían mi forma de ser, de ver y de creerme este mundo, los llevo quemados a fuego en el alma y ocupan el primer lugar de mi larga lista de agradecimientos con la vida.
¡Gracias, mamá y papá, por tanto que me disteis, pero, sobre todo, por todos los maravillosos libros con los que fuisteis adoquinando mis primeros caminos!