29. may., 2021
Ya está bien de tanto pendejo
El leitmotiv de mi vida, el que me ha servido, para bien o para mal, como faro en la mayoría de asuntos intelectuales propios, en lo que pienso y en lo que ni siquiera pienso, en mis credos y agnosticismos, es sin duda el hecho de ser hijo de la emigración.
Siempre ensalzo esta circunstancia como el verdadero manantial que originó y definió quien soy, sin creérmelo como una condición superior o inferior, simplemente es la mía, la que me tocó a mí, y con la que me muevo a gusto y a disgusto desde hace ya 56 años.
Porque nacer de la emigración tiene sus provechos y tormentos por igual. Si, por un lado, ser hijo de padres que emigraron por necesidad y ambicionando otra vida conlleva el legado de la multiculturalidad, por el otro, en el reverso de la misma moneda, está acuñada la firme convicción de que el mundo normal es justamente ese, el plural, el fusionado, el mestizo y fraterno. Pero luego te vas llevando las bofetadas correctoras que te hacen entender que una buena parte de los humanos piensa justamente lo contrario, que la vida no está concebida para mezclarse uno fuera de las tribus correspondientes, que las distinciones de condición, raza, credo u origen son precisamente eso, diversidades antagónicas que han de poner a cada cual en su lugar y no en otro.
Y así, mientras yo tan campante me voy creyendo un privilegiado a lo largo de los años por llevar en el corazón las naciones de mi padre y de mi madre, la que me vio nacer cuando ellos inmigraron, y otras tres docenas que pudo visitar, degustar y admirar, he ido aprendiendo que el mundo también está habitado por muchos de mi especie que, en cambio, se creen elegidos por ser de un solo lugar, orgullosamente autóctonos y mono-patrios, ensalzadores de lo suyo y de los suyos, portadores de un único estandarte.
Hasta ahí bien, no me causa ningún problema porque creo en la libertad de pensamiento y sentimiento, cómo no.
Lo que sí me encabrona, y cada vez llevo peor, es cuando esta segunda cosmovisión deriva en ideologías puñeteras que no solo desunen a la humanidad, sino persiguen acentuar las diferencias y se crean prototipos de superhombres que se lo tienen creído y que lo pregonan a voz en grito y con acciones miserables.
Así nacieron los nacionalismos, de dogmas tan idiotas como la supremacía racial, la supremacía intelectual, la supremacía económica y la supremacía divina.
Y ahí se están dando bala en Oriente Medio en nombre de las diferencias, que nadie se engañe, ni Dios ni sus linajes tienen algo que ver en el asunto. Se reparten cañonazos porque no saben vivir sin tener enemigos. Los enemigos son siempre las ideas, pero estas parten del hombre y su maltrecho cerebro. Y nadie cae ya en cuenta de que los ombligos los tenemos todos redondos.
En España, un grupo de iluminados y sus masas perrofalderas se autoalimentan el ego diario a pretexto de no sentirse españoles e incendian irresponsablemente las chispas del separatismo.
En los EEUU ya estuvieron construyendo el muro de Zipi el trompudo, aunque no culpemos a este únicamente, que bastante tiene con aguantarse a sí mismo, sino a sus followers que lo auparon al poder y le reían las gracias xenófobas a diario.
En la UE, visto que ya no queda mundo para colonizar ni posibilidades de demostrar las grandezas del imperio, porque ya nadie se las cree, los británicos reculan como los cangrejos, y de las ansias pasadas de integrar naciones, aunque en sus propios términos, ahora prefieren batallarse la vida solitos y en desunión, con chulería de imperio herido y sus ideas libertarias de ser más guapos que nadie.
En Latinoamérica ya no nos hacen falta las dictaduras militares para reglar convenientemente nuestro sistema de clases y castas. Nos lo tenemos mamado y digerido: la sociedad se compone de chéveres y de pobrecitos. Así damos por admisible que los de abolengo privilegiado le hagan la puñeta a los que tienen a la pobreza por nacionalidad.
La lista es larga. Ya puestos a confeccionarla, enumerando las estupideces humanas supremacistas, nacionalistas y racistas, no necesitaría tan solo de este blog, sino del espacio infinito de internet entero. Solo mencioné brevemente las que me atañen de manera un poco más directa.
Y ahí navego en un mar de frustraciones, porque siendo hijo de la emigración, habiéndome mamado las bellezas y heroicidades que esto trajo para mí y que me convirtieron en un amante incondicional de los mestizajes y de la globalización, me tengo que aguantar a diario tanta imbecilidad supremacista en un mundo del que apetece bajarse a menudo.
Hay intelectuales clásicos y contemporáneos muy capacitados que han intentado filtrar las idioteces egoístas a través de la filosofía para sacar conclusiones fehacientes y con ellas buscar recetas para regenerar al hombre y a la sociedad. Todos han fracasado, porque el egoísmo enfermizo, la vanidad de vanidades, el desprecio por todo lo diferente, es una patología genética y no tiene causes de aprendizaje o evolutivas.
Dicho de manera más sencilla, el hombre es así, pendejo y egoísta por sí mismo y a pesar de sí mismo.
Lo llevamos en el ADN per se desde que somos engendrados, luego solo se aprende a perfeccionar las técnicas para evitarlo o adquirir el grado de maestría en pendejez. Uno elige.
Yo, supongo, me aferré a la humildad de saber a mis padres emigrantes, desarraigados pero valientes, y la fantástica acogida que nos dio mi país de nacimiento sin jamás haberme sentido desubicado o forastero. Creo que ello me salvó.
Volviendo al enunciado inicial, aunque supongo que mis creencias han quedado por evidentes: voy a seguir moviéndome por la vida enarbolando la bandera de la tolerancia, de la solidaridad y de un planeta global.
Le pese a quien le pese: ya está bien de tanto payaso elitista y prepotente.