12. jun., 2021

Confieso que he comido

Hace tiempo que intento ordenar mis ideas y sentimientos embrollados sobre lo que llamamos «alta cocina». De todos mis apasionamientos, que no son muchos pero sí intensos, el tema de la cocina es, posiblemente, el que más contradicciones evoca en mí. Carnal y débil como soy, amante no solo del buen comer, sino también del «buen cocinar», del «mejor cocinar» y del «cocinar sublime», fácilmente me rindo ante las extraordinarias manifestaciones culinarias que hoy alumbran el firmamento gastronómico con tantas estrellas, chefs y cocineros dotados y que tantas veces intento imitar.

Breve inciso que no quiero obviar: La palabra chef viene de la palabra francesa chef. En su etimología, como evolución patrimonial, ésta viene de la palabra latina caput. Aparentemente, chef es la palabra francesa de uso medieval que hasta el siglo XVI significaba «cabeza», y en su sentido más figurativo «el que está a la cabeza», es decir el jefe, el que manda.
 
Esta definición, por su sintaxis, es importante para mí porque, en buena letra y mejor sentido, ser «el que manda» no me dice absolutamente nada, pero ser cocinero me dice muchísimo, y la sola palabra ya despierta en mí una abnegada admiración y respeto. Quede así sentenciado que no me gusta la palabra chef.
 
Neruda tituló sus memorias Confieso que he vivido. Yo dudo que las mías las llegue a escribir alguna vez -ni creo pudiesen ser de relevancia para la posteridad- pero sí quisiera, al menos, escribir mi título: Confieso que he comido.

He comido, he bebido, he cocinado, he imitado, he experimentado, he creado, he dañado, he quemado, he salado, y muchos hes más a lo largo de mis años, porque los alimentos y sus maneras de preparación son un universo fascinante del que no podría prescindir en mi vida. De ahí que, naturalmente, mi biblioteca también se nutra de una gran cantidad de libros de cocina, de literatura gastronómica, libros sobre productos, sobre temas alimentarios y culinarios especializados. He mirado y admirado miles de horas televisivas, en YouTube, y he compartido con amigos y foráneos charlas y discusiones sobre este apasionante mundo y sus ramificaciones.
 
La alta cocina no es otra cosa que preparar los alimentos con técnicas, tecnologías, algún ingrediente mágico y experimentaciones nuevas, no usuales, y disponer de ellos para creaciones visuales coquetas que encima saben ricas. Así, al menos, me lo llevo explicando yo mismo para diferenciarla de la «baja cocina», la tradicional de toda la vida.
 
Mis dilemas inician ya con la definición porque, si bien puedo apreciar los modernismos e incluso disfrutarlos, me complica el término «alta». Siento que jerarquiza el asunto, y jerarquizar es relegar a menor valor a la gastronomía que se le compara. Y es que yo lo defino todo como el acto de cocinar, preparar los alimentos de diferentes maneras y punto. Pero no seré yo quien se oponga en este sentido a los que dictan cátedra al respecto, también tienen derecho a expresarse y ser felices con ello.

Para mí, cocinar es un acto sublime porque implica la finalidad de la alimentación y, si no me equivoco, ésta es la más vital de todas las necesidades básicas de los seres vivos, entre ellos, los humanos.
 
Pero existen también temas universales que le asocio y que son menos agradables.
 
Me fastidia, por ejemplo, el hambre en el planeta. Suena a estereotipo, a moral tipificada, pero quiero aseguraros que me jode de verdad. Muchos comparten este sentimiento y otros muchos para nada. Es la democracia del libre albedrío que practicamos los humanistas y los idiotas insensibles por igual.
 
Se dice que cada día mueren en la tierra 25.000 personas por causas relacionadas con el hambre. Le dedicaré otro día más tiempo a esta vergonzosa cuestión. Si la menciono es porque está íntimamente relacionada con mi pasión, con lo cual, si no me preocupase, toda mi ética personal quedaría coja.
Un tercio de todos los alimentos en el mundo, en crudo o manufacturados, se desperdician, son basura, la desechamos los humanos irresponsablemente. Y eso en el contexto de los expuesto anteriormente, el de los muertos por hambre, se me antoja una barbaridad de conducta escandalosa, de la que no solo tenemos que culpar a las corporaciones, al mundo agrícola, a los distribuidores o a los políticos, sino también a cada uno de nosotros individualmente, porque revisemos en este sentido, con honestidad, nuestros hábitos domésticos y sintamos como se nos pone la cara de vergüenza.
 
Pareciera que no tienen mucho que ver el tema de la cocina con las desgracias de la alimentación. Pero cuando, por marketing o simple chulería, en la sociedad caemos en el esnobismo culinario -otro de los esnobismos que me enferman-, somos capaces de gastar o cobrar 400 dólares o más por un menú de experiencia culinaria extrasensorial de vanguardia, cuando los chefs dejan de ser cocineros y los cocineros dejan de mirar a su oficio con humildad y solidaridad, cuando un cocinero no es sensible ante las crueldades que mencioné antes, mi amor tan loco por la gastronomía me apesta.
Todo forma una solo materia de placeres, necesidades y conductas. Para mí tienen que estar alineadas; las aceitunas esferificadas o las gachas de avena forman parte de un cosmos bello pero complejo, terriblemente marcado por abundancias y carencias.
 
Asumo que es otra de mis sentencias radicales, pero no puedo evitar esta manía de decir lo que mis entrañas me dictan: Cocinero que no empatice con las desgracias alimentarias, las haga suyas, y únicamente se afane por graduarse en «alta cocina», por mí que le otorguen el título de chef, pero nunca el de cocinero.