2. jul., 2021

Oda a Madrid

Que nadie se asuste, la foto engaña.

Esta semana aún no cantaré, pero la imagen de antaño que encontré encaja a las mil maravillas con la nostalgia de trovador que esta tarde me envuelve, quizás por aquello de que hoy es viernes.
O, quizás, por la inminencia del viaje que pronto haremos con Misán.

Preludio:

La vida ha sido buena conmigo y premió mi hambre de humanidad, geografía e historia con extraordinarias vivencias y muchos viajes que siempre llevaré como estampas imborrables en el alma.
Han sido los frutos de tres migraciones y de dedicarme en mi trabajo a lo que me he dedicado.

Hubo un tiempo, furtivo en mi memoria, que yo proclamaba ser un hombre de naturaleza, amante de los campos y de los bosques, de los mares y horizontes, de las montañas y todo tipo de flora y vida animal no sapiens.
Lo que se llama un country boy, y a mucha honra.

Pero, la edad me ha ido impulsando hacia nuevas perspectivas y conocimientos, en especial hacia el más crucial de todos, al que los filósofos sintetizaron con aquello de «conócete a ti mismo».

A pasos de tortuga me voy conociendo, lo suficiente como para hoy entender que siempre fui y siempre seré un urbanita.
Amo las urbes y el frenesí de sus latidos desbocados. Siempre he vivido en ciudades grandes y siempre lo disfruté. Las urbes tienen esencias que van con mi Essentia, justo es reconocerlo, y me siento cómodo con esta condición citadina.

Hay tantas ciudades bellas y excitantes en el mundo, cada una vibrando con sus propias oscilaciones acompasadas a los humanos que las habitan.

Pero, de todas ellas, y que me perdonen las otras que amo, una es la que empapela de manera más íntima mis firmamentos de nostalgias, recuerdos, anhelos e ilusiones.

A ella le dediqué hace seis años estas palabras que hoy siguen palpitando en mí con igual vigencia al releerlas, como preámbulo a pronto vernos de nuevo...
 

Oda a Madrid,
Abril de 2015
 
Me falta Madrid y las tardes reposadas en el barrio.

No se equivocan los que afirman, que no hay mayor nostalgia que la que va germinando en el exilio, cuando el alejamiento nos trasforma los gratos recuerdos en losas deprimentes y a los menos gratos los borra como si nunca hubieran pesado.
Desde esta suerte miro atrás y tengo la certeza de que en mi alma se fue pariendo la añoranza con el pasar de los meses en este tiempo de desarraigo.

Me falta Madrid y sus mosaicos de hormigón y flora urbana.
 
En las mañanas me engullía el desorden de sus latidos motorizados, los rostros perezosos que, como yo, se activaban para un día más de sudadas labores y con los que me cruzaba para reconocer en ellos mi propia apatía mañanera.
Pero, cuando mi somnolencia matutina empezaba a rendirse a las pulsaciones de la ciudad, Madrid entera era la loción refrescante con la que bañaba mi espíritu, me borraba los picores de la flojera, y a gusto me dejaba contagiar por sus pulsaciones cosmopolitas al iniciar mi día.

Me falta Madrid y su multitud expatriada.
 
Madrileños de pura cepa y raíces longevas casi no existen. Casi todos tienen historia de colonos. Si no inmigraron ellos, fueron sus padres o abuelos importando herencias y morriñas desde sus geografías de origen, siempre con la melancolía como vela que les hace navegar más seguros por el destierro.
En Madrid se suman paisanos de tierras cercanas y lejanas, de provincias españolas y de países foráneos hasta formar la descastada tribu de madrileños.

Me falta Madrid y su universalidad.

Madrid no se mide en kilómetros cuadrados, en kilovatios de consumo ni en números demográficos. A Madrid no se le tasa con balanzas comerciales o demás epítetos económicos, ni siquiera valen sus heroicidades históricas.
La dimensión de Madrid es la suma de sus proezas maternales, el calor de sus amores zalameros para todos los que mamamos de su teta, de sus pechos que huelen a nido cuando nuestros hogares han quedado lejos.
La grandeza de Madrid es su esencia de cuna, su vocación de madrina que nos adopta y hace más llevaderas nuestras orfandades.

Me falta Madrid y sus luces.

Me falta su noche extasiada y sonora, los fulgores de la Gran Vía, Callao, Chueca y La Latina, las sinfonías de bombillos en navidad, las fachadas iridiscentes y las ventanas trasnochadoras.
Madrid de noche es fiestera, bullanguera y alborotada, se sabe celestial porque está a un solo paso, «de Madrid al cielo» y, de esta manera, su jarana nocturna adopta tintes señoriales, paridora de cultura atemporal, eterna.
El arte de Madrid ilumina las noches más anochecidas, los corazones más descorazonados.
 
Me falta Madrid y mi sangre,
 
mi padre, mi hermano, mi madre, que ya dio el salto, añoro hasta el lóbrego nicho desde el cual ella tomó el tren celestial con pasaje de ida únicamente; me hacen falta en mis días, horas y minutos.
         
Me faltas, Madrid, como le falta la tierra a las plantas, el aire a las aves y el mar a mi galera escollada.
 
Me faltas, Madrid, me faltas…