17. jul., 2021

Soy lo que como

Que nadie me juzgue mal o saque conclusiones precipitadas.
 
Sigo siendo tan sibarita como siempre, solo que hace unos meses inicié con un nuevo «Sibaritismo Gastronómico 2.0», parecido a mi versión 1.0, pero diferente en lo conceptual.
Todo en la vida evoluciona, y yo también, aunque los cambios me lleguen con sorpresas que, de inicio, me pudieron parecer crueles afrentas del destino.
 
Cocino desde que tengo uso de «sazón»; debo haberme iniciado a la edad de siete u ocho años, cuando en mis destrezas de niño aventurero ya experimentaba con abrelatas para servirme unas deliciosas salchichas Frankfurter vertiendo agua hirviendo sobre ellas y así calentarlas bien.
Debieron seguir pronto, con ritmo y sin pausa, varias otras pericias, porque yo al fuego, a los aceites, a los cuchillos y a los líquidos hirviendo les perdí el miedo muy pronto. No recuerdo ahora mismo haber tenido demasiada supervisión o ayuda de mis padres, que trabajaban mucho, y yo me las ingeniaba bastante bien sobreviviendo solo.
Mis juventudes, en sus dos períodos y lugares, me afirmaron otro tanto la pasión por la comida y la cocina, y entendí muy pronto, que a las chicas adolescentes y no tan adolescentes se les podía abrir el corazón con ciertas habilidades culinarias.
Fui algo precoz en eso de formar un hogar propio, a la edad de veintiuno, esposa e hijas incluidas, y las conseguí alimentar con buenas maneras y gustos refinados.
Entiendo que siempre fui un privilegiado, porque las esposas que me tocaron en suerte han sido más bien del tipo «culinariamente desinteresadas» o, dicho de otra manera, auténticos desastres en eso de cocinar. De manera que, las cocinas siempre fueron mis feudos, mis campos de batalla en los cuales soy feliz y le doy rienda suelta a mi pasión desbocada.
 
La cosa no termina ahí. A mi apetito por cocinar siempre le ha hecho juego mi apetito por comer, este con igual entusiasmo, igual arrebato e igual gula fogosa.
Las circunstancias de vida, naturalmente, me acompañaron.
Los trabajos que he realizado durante más de treinta años significaron, a menudo, el desgaste del estrés capitalista y mi condición de ejecutivo encorbatado me ha ocasionado unas cuantas taquicardias por las presiones del éxito.
Sin embargo, también me aportaron gollerías excelsas en cuanto a viajes a muchas ciudades de muchos países alrededor del globo, los consecuentes encuentros con manjares internacionales, y las comidas de trabajo que más eran tragonerías usufructuadas a cuenta de las empresas. Se sumaban las exquisiteces gourmets que yo adquiría en los viajes para mi disfrute en casa, horarios de comida irracionales, no sincronizados con mi reloj biológico. En fin, vivía todo un estilo de vida casi envidiable que yo compaginaba con mis propios cocimientos, preferencias alimentarias en el hogar, y sibaritismos burgueses en cuanto a vinos y alcoholes no siempre en consonancia con mi real poder adquisitivo.
 
Consecuencias de todo: un vasto arsenal de conocimientos gastronómicos mundiales, decenas de libros de cocina de los más variopintos, a menudo estrambóticos, y una intelectualidad desmedida y jactanciosa, muy poco modesta sobre todo tipo de temas afines a la cuisine.
Hasta ahí, dentro de una razonable ética moral que no le hacía daño a nadie, todo ha sido, más o menos, aceptable, perdonando un poco mi esnobismo inconsciente que yo reprimía para que no emergiera a mi conciencia, por si acaso.
El precio a pagar fue cargar por muchos años con un sobrepeso nada desdeñable, asunto que me preocupaba bastante durante mis años adultos más jóvenes, pero que llegué a dominar diciéndome, a partir de cierta edad, que mi aspecto físico no era asunto de nadie más que mío, y que desde hace milenios los filósofos pregonan eso de «ámate a ti mismo» o «acéptate a ti mismo». Con esta intelectualidad barata, fui avanzando a mis anchas hasta la edad hoy, gordito, feliz e inmortal.

El pasado 26 de diciembre, con cincuenta y seis años cumplidos poco antes, debuté con una cetoacidósis diabética de cojones, un soponcio del todo inesperado, cruel y patatero, que me pilló a traición en casa, me hizo ver estrellas y acelerar la respiración cruelmente. No me entraba aire a los pulmones. El corazón no latía, literalmente me martillaba a ritmo de heavy metal y distorsiones diabólicas clamando por salirse del pecho y, menos mal que yo sí vivo con un ángel de la guarda junto a mí, porque mi esposa, Misán, actuó velozmente con su eficiencia gestora, dos pares de cojones, y me arrastró con toda su autoridad hasta el hospital más cercano.
Como me aleccionaran las explicaciones facultativas al día siguiente, ya recuperada del todo la conciencia, con aquella agilidad en reaccionar me había salvado la vida. La glucosa en sangre me había subido a 568, valor que nada me decía y, mucho menos, la palabra glucosa que yo asociaba solamente a los divinos mundos de la repostería.
Parece que estuve ceñidamente coqueteando con mi primer y, posiblemente, último infarto, y que ayudó en salvarme el poseer un corazón un tanto fuerte. He de añadir, que los ególatras como yo a menudo tendemos a creernos inmortales, por lo que mis enfermedades pasadas, indignas de llamarse así, dejémoslas en ridículas molestias físicas, se pueden contar con los dedos de una mano y mis vistas a médicos en cincuenta y seis años con los dedos de media.

Debuté, como decía, con una diabetes «tipo II».
Para los que no están familiarizados con el término, resumiré que existe también una del «tipo I», que es la que viene condicionada por el propio sistema inmunitario de las personas y, muchas veces, se hereda de ancestros.

La diabetes «tipo II» nos llega, por lo general, por ser estúpidos.

Que nadie se ofenda, habrá los que no lo son e igual les ha caído el mal por vía fortuita, pero a la gran mayoría de adultos en edades algo avanzadas, nos cae esta condición por haber vivido estúpidamente con unos hábitos malsanos de ingesta de alimentos, descuidando las actividades físicas, no controlando nuestro peso, y no sabiendo dominar nuestras angurrias. El que se sienta ofendido, que no siga leyendo y escriba sus propios ensayos con sus juicios personales.
 
Una vez me liberaron del hospital después de seis días en la Unidad de Cuidados Intensivos, se apoderaron de mí todos los fantasmas que la estupidez suele convocar, las mortificaciones y culpas, los arrepentimientos, y la impotencia de no ser capaz de echar el tiempo de nuevo hacia atrás y corregir lo que por años había hecho mal.
La únicas dos recetas verdaderamente útiles que me salvaron de caer, encima, en una suerte de depresión, las comparto aquí.
La primera, salvadora para mí, pero poco útil para cualquiera que viva algo parecido, es mi esposa, Misán, que aquí está junto a mí viviendo estos cambios manteniendo el férreo timón de nuestra nueva condición y siéndome un sostén un día tras otro. Que cada cual se busque a su propia Misán, la mía no la comparto.
Pero la otra receta la sugiero a gusto, es la que me funciona a mí y no veo por qué no habría de hacerlo también con ustedes.

¡Estudien!

Lean acerca de la diabetes, escudriñen libros e internet, hablen con otros afectados, búsquense un doctor que explique las cosas de manera que se entienda, aprendan, comparen, evalúen y disciernan.
Curioseen por los submundos de los remedios naturales y de los fármacos. Yo no tengo la respuesta, y no cree que llegue a tenerla jamás, sobre cuál es el camino correcto para corregir, controlar, curar o, simplemente, aceptar las nuevas circunstancias.
Pero sí sé que me niego a considerar a mi diabetes mellitus como una enfermedad, ya se habrán dado cuenta que escribo de ella como una condición o circunstancia. Leyendo e informándome sobre ella, haciéndola mía y no de mi médico, de mi esposa, ni de nadie, me ha llegado finalmente el entendimiento de las dos únicas y verdaderas conclusiones importantes:
Que llegué a este estado por estúpido y que, con un poco de sentido común y ganas de vivir otros cincuenta y seis años, puedo perfectamente vivir con mi diabetes, vivir incluso mejor con ella que sin ella, sacarle todo el provecho para enmendar y corregir todos los desajustes que me llevaron a ella.

Sepan perdonar mis expresiones deslenguadas, pero a las cosas hay que llamarlas por su nombre y no por otro más endulzado.

¡Nos metemos mierda en el cuerpo y no espabilamos a pesar de saberlo o intuirlo!

Oigan, que yo soy el primero que a muchas mierdas las doy por deliciosas y fueron delicias sagradas en mi vida anterior. Estoy convencido de que Jesús no convirtió al agua en vino sino en Coca-Cola, tan sublime me parece esta bebida en sabor, cosquilleos y hasta en apariencia.
Pero, sigue siendo veneno y, por lo general, lo sabemos o intuimos.

No pretendo aquí atreverme con una disertación en nutrición y alimentación saludable, estoy en pleno proceso de aprender, probar, como un párvulo recién con sus primeras letras. Más adelante, cuando sepa de lo que hablo, quizás me aventure a dar algún que otro consejo práctico y comparta mi nuevo y delicioso recetario sobre el cual también estoy aprendiendo y experimentando.
Pero, que quede claro que, hoy por hoy, levanto la bandera de la sensatez, pregono a los cuatro vientos que todo ser humano, de toda condición, mucho más allá del libre albedrio que nadie se cree, tiene el derecho y la obligación de informase y ser informado acerca de una alimentación sana, unos hábitos sanos, acerca de los productos o derivados que a pesar de vestirse del velo de lo delicioso, son tóxicos y que, fácilmente, se pueden sustituir por otros sanos e igualmente ricos.

El ejercicio es crucial, ya me aprendí esa lección también, como me quedan miles de otras por aprender.

Hoy, casi siete meses después y siguiendo en mí línea ególatra, me siento como un roble, fuerte, sano, he bajado ya muchos de esos kilos que sobraban y, aún, me quedan unos pocos más que he de perder.
Eso sí, mi propia estupidez que me llevó a esta nueva situación, ahora mismo la voy pagando soportando minúsculas inyecciones de insulina cada día. Quizás en algún momento ya no tenga que recurrir a ellas, pero las cosas son como son y me las busqué solito.
 
Hoy cocino con una mente diferente, entendiendo que lo que me seduce en apariencia y en sabor, entrará finalmente en mi cuerpo y que, a partir de ahí, ya tengo poco control sobre los estragos o no que la comida pueda hacerme en el interior.

Estoy aprendiendo que se puede hacer maravillas con un buen puñado de verduras y legumbres, que los carbohidratos son tan necesarios como dignos de respeto y precauciones, que hay carnes y carnes, que mi potaje de alubias no tiene por qué ser un castigo cuando no lleva morcilla, panceta y chorizo.

Hoy no me privo de nada. Que a mí también me gusta una buena hamburguesa, los guisos cargados de patatas o las costillas de cerdo al horno con mejunjes endulzados. El pan es el pan, tan divino o más que la propia Coca-Cola. Nada ha desaparecido de mi dieta, salvo muy poquitos venenos que simplemente deseché, entre ellos el cigarrillo.

Pero ahora ingiero la comida con la conciencia de nuevas cantidades, de otras mezclas, de cuáles alimentos y productos los debo pasar al apartado de lo eventual, de cuáles debo adoptar como novedad aunque antes no les hiciera caso alguno, y de cuáles debo atiborrarme sin remordimientos, como antes me atiborraba de 300 gramos de espaguetis o de bocadillos de medio kilo con 4 quesos, mayonesas, y unas cuantas cucharadas de foie gras.

Voy aprendiendo y disfrutando de una manera renovada.
 
Mi diabetes me salvó la vida y aprendí que somos lo que comemos.

¿Para qué más?

Tengo ahora la sabiduría y la condición necesarias para seguir siendo un sibarita y un apasionado cocinero.
Lo único que ha cambiado es el repertorio, y el cómo ahora me siento bendecido con cada bocado más sano y conveniente que puedo y quiero degustar.

Bocados nuevos y deliciosos que me están curando la estupidez.