24. jul., 2021

Kanreki Blues

Intento siempre ir de frente para que se me vea venir.
Hoy también voy avisando: que nadie se sienta ofendido, me conformo con que el que me lea se sienta al menos aludido.
 
Porque culpables, en mayor o menor medida, somos todos.
 
Mi «Kanreki Blues» no era el tema de esta semana. Hasta ayer, y siguiendo una conveniente planificación en mis escritos, me apetecía ensalivarles el paladar con un par de desenfados gastronómicos.
Pero, los acontecimientos y la irascible sensibilidad de quien les escribe, consiguieron trastocar tal intención y me dejo llevar, inmaduramente, por mi malhumor. En realidad, el malhumor es el de ayer por la noche, que fue cuando se me disparó. Ahora ya reposó unas horas durante las distracciones del trabajo, pero no lo suficiente como para evitar que escriba estas líneas.
 
Muy pocas veces saco ya del armario mi capa de justiciero. Antes lo hacía mucho más, cuando jugaba a ser D’Artagnan, Superman o Winnetou, el jefe apache mescalero, terror de todos los forajidos y sinvergüenzas. Con la edad, uno va abandonando ciertas causas, en parte por perdidas, en parte por simple pereza.
Pero las grandes injusticias, barbaridades e idioteces con las que me voy cruzando a lo largo de la vida, aún tienen sobre mi cierto efecto resorte que me impulsa a rasgarme las vestiduras o, al menos, declararme un homo sapiens en rebeldía y anárquico.
 
¿No leo anoche, en uno de esos espacios de literatura que sigo en redes, el siguiente comentario, cayendo mi vista casualmente sobre este sin conocer el contexto?:

(Cito, casi con exactitud)
«Los viejos, mientras más pronto se mueran, mejor. Ellos son culpables de las mayores desgracias como el fascismo, el comunismo, la Segunda Guerra Mundial… Es el mundo que nos dejaron a los más jóvenes…»
 
¿Cómo les queda el cuerpo?
Retrocedí, naturalmente, en el hilo de la conversación virtual lo suficiente como para enterarme de qué iba la cosa. Llegué a entender, que alguien había planteado en un inicio algún tema literario que nada tenía que ver con el exabrupto pero que, al calor de las conversaciones en el anonimato entre intelectualoides de pobre capacidad y sobrados en egos, había llevado a uno de ellos a soltar tamaña idiotez.  
 
Quizás debo explicar, que el tema de la así llamada tercera edad, de los ancianos, vaya, de los viejos, me sensibiliza en extremo por varios motivos de peso, y en particular por dos que aquí mencionaré:
Tengo una teoría personalísima acerca de cómo tratamos (o maltratamos) actualmente a la generación de nuestros mayores, y no es precisamente benigna, en especial con mis contemporáneos, los que estamos a la puerta de tales circunstancias y que, aun así, inutilizamos a nuestros viejos con descaro y sin piedad, no creando los suficientes espacios de dignidad para ellos.
Pero no es este el tema de hoy, o sí, pero solo de paso, ya ahondaré en ello en otro momento.
El segundo motivo de peso mencionable es que, desde hace unos meses, llevo trabajando en una tercera novela que también aborda el tema de los mayores. Estoy investigando sobre la materia con cierta pasión y fantásticas tertulias con seres más eruditos que yo que me enriquecen mis puntos de vista.
Mi sensibilidad e interés ante una afirmación semejante, salida de las teclas de un pobre pendejo, es por lo tanto mayor.
Más o menos reacciono igual que cuando leo en algún diccionario de sinónimos de los catalogados serios, que como sinónimos de la palabra «anciano» constan, entre otros: caduco, decrépito o chocho. Habría que encarcelar a algunos intelectuales que nos ofrecen estas barbaridades lingüísticas.
 
Vuelvo al exabrupto.
Tardé unos segundos en hacer mis cálculos para llegar a la conclusión de que no valía la pena tomarme la afirmación salvaje del sujeto demasiado literal, porque culpar a un anciano que hoy tenga noventa años de ocasionar la lacra del fascismo, es lo mismo que decir que nos empezó a traer ese mal a la tierna edad de uno o dos añitos y que con nueve años, más o menos, nos jodió la vida armando toda una guerra mundial…
Así que me incliné por concederle al enunciado una interpretación más amplia y general, concluyendo, que el pobre idiota en realidad lo que estaba diciendo es que se mueran todos los viejos, en todas las edades viejas, inicien cuando inicien, para no fastidiarles más la vida a los sufrientes jóvenes, lo sean a la edad que lo sean, porque los males de la humanidad actual vienen de ellos, del pasado, y no de los otros, en el presente.
 
Uf, aquí hay mucha sentencia desubicada como para dejarlo pasar.
Los hoy llamados viejos o ancianos, indiferentemente de que tengan setenta, ochenta o más años, (por limitarme a un par de cifras orientativas) es ciertamente la generación a la que le tocó lidiar in extremis con los nacionalismos y amenazas de la Guerra Fría, con los peligros acechantes nucleares que tuvieron al mundo en vilo por varias décadas (y que hoy siguen existiendo con igual peligro de que algún loco le dé al botón); ha sido una generación que, en su gran mayoría, tuvo que dedicarle tiempos y garras a trabajar y solo lo justo a estudiar, la de los jóvenes en autobuses o moviéndose a pata y no al volante de algún auto de papá, que escribía con mayor o menor destreza cartas en papel de 20 gramos porque los envíos se pagaban por peso, que oían mucha radio y la tele apareció en sus vidas como milagro inmerecido, y…

Podrían ser al menos mil folios los que acojan las experiencias, sufrideras y peripecias de los hoy setentones, ochentones o noventones. Lógico, noventa años de vida dan para mucho…
Pero hay un asunto que se le escapa a la ecuación del malparido que escribió o dijo, lo que escribió y dijo:
Los ancianos de hoy fueron los que se jugaron la vida, la psique, la integridad, por no sucumbir ante los desajustes de un mundo desequilibrado y, aun a riesgo de equivocarse muchas veces, abrirnos el camino a tanta modernidad que muchos, demasiados, jóvenes creen que cayó del cielo o fue engendrada por algoritmos que se unen y procrean.
Para que exista Netflix, antes tuvo que existir internet y la world wide web. Para que vea la luz la www, tuvo alguien que entenderse con el tema de las redes de transmisión de impulsos telefónicos, las de las comunicaciones analógicas, las ondas radiofónicas invisibles, los generadores de electricidad…

Entendámonos.
Es una verdad innegable que, en el contexto de la historia, la que abarca al menos unos cuantos miles de años, como nunca, durante los últimos setenta años, a pesar de aún haber conflictos horrendos y vergonzosos en la actualidad, como guerras, hambrunas, desequilibrios sociales y aniquilación del medioambiente, ha sido la mejor y más pacifica era de siempre. Investiguen, vuelvan los ojos hacia la primera mitad del siglo XX, al XIX, al XVIII… Lean un poco sobre la historia y saquen conclusiones; si les da pereza, déjense explicar esto por historiadores preparados, en especial les recomiendo al hebreo Yuval Noah Harari, quien lo expone de manera apabullante y con sencillez para que todo el mundo lo entienda.
Pues eso, que la segunda mitad del siglo XX y los primeros veinte años del nuevo milenio recaen sobre las espaldas anchas, sufridas pero amorosas, de nuestros hoy ancianos. De manera que aquí ya me voy a poner vehemente y, lo diré muy claro, que nuestros abuelos se merecen todo el respeto del mundo. Con fallos, dudas y limitaciones nos parieron las bases del presente, el que muchos en el planeta, sobre todo los jóvenes, disfrutamos a ritmo de Youtube, Whatsapp, Spotify, Instagram, Amazon y botellones en los parques cuando nos da la regalada gana.
Y en cuanto a los desajustes de la sociedad actual, los estragos y maldiciones que aún nos perturban, son ellos, los ancianos, los que nos pueden dar lecciones con longeva sapiencia para sobrellevarlos mejor, enmendarlos, y darle al planeta un giro, porque a mí se me antoja harto difícil imaginarme a TikTok o Facebook ser los recursos que nos lleguen a salvar de la idiotez.
 
El Kanreki es la hermosa tradición japonesa de honrar a los mayores al cumplir los sesenta con una celebración especial de reconocimiento, de admiración y agradecimiento. En el Kanreki se celebra el comienzo de una nueva etapa de juventud.
Me da igual que se honre, dignifique o admire a los mayores a los sesenta, setenta u ochenta, ¡mientras se haga!

No tengo ningún pudor en admitir que, si a este imberbe (curioseé, naturalmente, en el perfil del desadaptado de anoche y concluyo por sus fotos, que debe andar por los veintipocos aún) lo tengo delante de mí, me saco la capa de justiciero y le meto un sopapo de buena gana.
De momento, que sirva mi Kanreki Blues para desahogarme y reivindicar el respeto, el amor y la admiración por mis mayores.

Faltan apenas tres saltos anuales para, ojalá, celebrar mi propio Kanreki, y en el cual pienso ponerme mi capa roja y volar hacia mi siguiente juventud.