7. ago., 2021
Litterarum ordo
Bailar un tango con amor y seducción es lo más parecido a escribir, a bailar con las letras del alfabeto.
No bailo tango con mi amada, pero sí con las letras, porque de siempre he sido un enamorado de la semiótica y, en especial, de los signos que utilizamos en nuestra escritura.
El campo es amplio, y no es el cometido de esta reflexión desmenuzar o sentar cátedra sobre los orígenes históricos y sociales de estos signos. Ni estoy preparado para ello, aunque algo he estudiado, ni quiero enredarme o perder de vista mi paso de baile.
Porque ya saben, incluso escribiendo es bueno mantener el ritmo, el orden, un… dos… tres, un… dos… tres.
Por los tiempos y lugares en los que me tocó vivir y desarrollarme como homo sapiens, mi declaración romántica se cumple en el affaire longevo que mantengo con las letras del abecedario latino.
Parece ser, que el honor de ser las cunas de la evolución de los signos gráficos para codificar el lenguaje hablado o fónico, corresponde a las antiguas culturas chinas, egipcias y fenicias, y que nos remontamos atrás en, al menos, seis milenios desde cuando originaron de una forma más pretenciosa y aplicada.
Nuestros signos gráficos del alfabeto latino moderno, y que derivaron del romano para las lenguas romance, son grafemas que representan un sonido, siendo otros tipos de signos los logográficos y que representan palabras o sílabas, como en el japonés o en el chino.
Sea cual fuere la escritura de signos que a cada cual le es afín -en mi caso y en el de ustedes este abecedario latino moderno en el que escribo y me leen- siempre ha estado en mi pensamiento, firmemente arraigado a manera de convicción, que a tal invento de graficar una lengua le corresponde el epíteto de «mayor invento del sapiens a partir de que dejó de ser homo a secas».
Piensen, por un momento, en una sociedad completamente parlanchina, comunicativa, sociable, cuyo único recurso de interacción entre sus seres es el sonido, la palabra hablada, la idea expresada por la boca, la historia contada, sin haberse inventado aún algún recurso que notarizase o perpetuase esas palabras, ideas o historias para su uso y entendimiento posterior, como legado de algún momento o pensamiento.
Se me antojo estéril y horrible.
En fin, adoro, sin embargo, no únicamente las palabras, conceptos, frases o historias que podemos crear al bailar con el alfabeto, venero cada simbolito individual, cada letra, que en nuestro caso son veintisiete y que, per se, tienen sonido y vida propia, elegancias o miserias, según se vea, grafismos más o menos gracejos, por no hablar de sus infinitos disfraces tipográficos.
Al aprendizaje de las letras, de sus formas y sonidos mediante invenciones y similitudes reconocibles para un niño, se juega mucho durante los años tempranos en la escuela. La B es una mamá con bebé por llegar, la S una culebrita, la O la cara sonriente del sol o una pelota…
Los sicólogos en sus tratamientos juegan, con perdón, a algo parecido, cuando el paciente ha de confesar sus inspiraciones o interpretaciones a la hora de ver un dibujo, y estos a veces son letriformes.
Yo confieso, que desde siempre me entretengo con prácticas similares, no me juzguen, ni desvarío ni pierdo el paso tan fácilmente, pero me encanta bailarme un tango de ideas y sensaciones con cada una de las letras, con las guapas y las feas, porque en el universo del abecedario las hay de toda condición, como en la vida misma, las favorecidas y las que lo son algo menos, llegando incluso a las totalmente descalabradas.
Prueben, ámenlas a todas por igual y no discriminen a ninguna letra, que todas son cruciales para marcarse uno un buen tango, aunque en apariencia y en emoción parezcan que no tienen mucho que aportarnos o nos dé ganas de rechazarles la invitación a bailar.
No aburriré aquí con describirlas a todas, a las veintisiete, me ceñiré hoy a las hermanas mayores únicamente, a las mayúsculas, les daré tan solo unos ejemplos muy míos, subjetivos, personales y filtrados por mi propia mente fantasiosa y maltrecha, y no por la de ustedes.
Podemos empezar por la primera, la misma A.
A esta la tengo catalogada como poco fiable, con altas posibilidades de descalabro, porque el ingeniero que la diseñó, no fiándose de su firmeza en un solo punto de unión de dos líneas oblicuas, las tuvo que afirmar con un travesaño, por si acaso. Esto es lo que me inspira, no le encuentro mayor belleza aunque otros se empeñen en otorgarle a la A la divinidad de la triangularidad. Yo paso.
La B, en la que los niños reconocen al vecino barrigón o a la mamá embarazada, a mí siempre me evoca a una señora D con la faja ajustada y buscando el milagro de la esbeltez. Me asfixia ver la B, me entra vértigo y tentación de liberarla de tal suplicio para dejarla ser una hermosa y rechoncha D nuevamente.
La C es un quiero y no puedo, he de reconocer que el círculo es uno de mis signos, símbolos o gráficos predilectos, por ello he de adorar a la O, y la C se me antoja que es una O que se quedó a medio camino.
La O, por el contrario, es perfección, unidad, eternidad, el signo sin comienzo ni fin y, por qué no, la carita regordeta de la luna o el sol.
Me salto hasta la H, a mi juicio la más prepotente de las letras, la de dos individualidades tan ególatras, dos ies en paralelo, y sabemos que las líneas paralelas nunca se unirán. Hubo que tenderles un puente para ver si así se apreciaban un poco mutuamente y formaban una unidad, pero no hay manera, son dos ies arrogantes que forman una H forzada. A lo mejor es por eso que apenas la pronunciamos, al menos los hispanoparlantes, quizás es porque nos cae un poco mal.
La I en solitario, sin embargo, es decir, un solo palito, me recuerda que todos somos únicos, individuos, y que debemos ir por la vida con la cabeza bien alta. Pero, si en el caso de estar dos y querer formar la H, no se ofrecen mutuamente la una rayita a la otra, se inclinan parcialmente hacia ellas en natural querencia, pues ya la cosa cambia y el nuevo signo se me transforma en otra percepción muy diferente, son juegos de mente que me hacen ser así y no lo puedo evitar.
La S, y aquí coincidiremos todos, es una I borracha, una I culebrera, poco fiable y mareante.
La E se me antoja agresiva, todas las fuerzas para un solo lado, es una falsa I con tentáculos mal distribuidos.
Con la F, el genio diseñador, seguramente, quiso aminorar el impacto que causa la E, pero tampoco lo logra, porque parece que esta se cae del peso mal balanceado.
Pero, ¿qué les diré de la R? ¡Qué letra tan magnífica! Está cargada de sabiduría, simboliza una historia completa con apenas dos líneas y una curvita. Es para mí la letra andante, con un pie adelante, siempre avanzando por un camino, recorriendo los senderos del honor, de la determinación, del progreso y de la ilusión.
¿Otra?
La J es una I con garfio, peligrosa, de no confiar en ella por lo tanto, ruda hasta en el sonido que representa, la K un saltimbanqui tarambana haciendo tontamente sus piruetas, la M es la quinta esencia del equilibrio, de la solidez, de la firmeza sobre la tierra, y la Q una O desmejorada con apendicitis que pide a gritos entrar en urgencias.
Y así podría seguir, que nos faltan muchas, minúsculas incluidas y que en sí, son un universo de signos igualmente fascinante como el que forman sus mayores.
Lo que quiero decir con todo esto (que ya lo sé, que me voy por las ramas) es que aprendan a mirar a la escritura, a los textos, las historias y a las palabras en su más reducida expresión, en las letras, los signos que son la base de nuestra escritura.
Creen sus propias percepciones y desvaríos sobre ellas, y llegaran a amarlas pronto igual que yo, adóptenlas, bailen con ellas, y si es un tango, mejor que mejor, como amantes y seduciéndose.
Cierro contándoles, que tengo una debilidad especial, muy enternecida y casi cursi por la letra más especial y abanderada de nuestra hermosa lengua: la Ñ.
Tuvo históricamente un camino maltrecho y pedregoso hasta afianzarse, finalmente, en el canon de nuestro alfabeto moderno. Y es que antes, en el medioevo temprano, no existía como tal, sí el sonido nasal, con el aire que sale por la nariz y y el dorso de la lengua apoyándose en el paladar. Pero los escribas, siempre monjes, que eran de los pocos que en sus épocas sabían escribir, no se ponían de acuerdo y escribían a la hoy Ñ de maneras muy diversas. Se lo debemos a Alfonso X El Sabio quién, en el siglo XIII con su reforma ortográfica, dio predilección al actual formato con la N llevando su gusanito como sombrero, la virgulilla, y Antonio de Nebrija la incluyó en la gramática de 1492, la primera formal que hubo del castellano.
Amo la Ñ y, de seguro, muchos lo hacen igualmente. Simboliza para mí la creatividad, la gracia, el humor, la inventiva humana.
Cuando me toca bailar con ella disfruto doblemente, quizás porque es esporádica y no repite baile tan a menudo como otras. Es coqueta y selectiva.
Todo el alfabeto, en su sencillez y poca amplitud, es un universo tan fecundo, que es imposible no adorarlo y marcarse muchos bailes hasta quedar extenuado y feliz.