18. sep., 2021
El mal español
Yo ya pinto canas desde hace muchos años, por lo que he ido adquiriendo el hábito de escribir acerca de lo que realmente pienso y no de lo que debería pensar.
Como en otras ocasiones, doy el aviso de que mis personalísimas opiniones no deben ni pueden ser del gusto de todos, y cada cual es libre de leerme, criticarme, ignorarme…
Hoy va de lo español la cosa, simple, sin tapujos, y con grandes dosis de pena.
¡Hay que fastidiarse con la mala leche que cargan los españoles!
Los habrá que no, lo admito, pero se sabe desde hace tiempo que la afición nacional original de los españoles, que siempre fue la envidia, quedó solapada por la así llamada mala leche, o mala hostia, para que me entiendan mejor los aludidos.
Sé de lo que hablo, cómo no.
España es una de mis tres patrias y ahí tuve mi hogar por más de un tercio de mi vida. Amo ir y compartir con mi familia, privilegio más bien esporádico desde que radico en Quito y, ahora, hace año y medio nos complicó la existencia el endemoniado virus. Pero, hace unas semanas fuimos y nos concedimos unas merecidas vacaciones al calor de los míos y las fantásticas prebendas que el país tiene para ofrecer.
Apenas subimos al avión de Iberia, fue como sentir la bienvenida a casa porque, aun estando a más de 8700 kilómetros de distancia de Madrid, nos invadió de inmediato la certeza de que estábamos llegando.
El personal de cabina de Iberia nunca falla y, en mi particular ranking de tripulantes de aviación comercial, suele llevarse desde hace años el deshonroso título de campeones mundiales en groserías y antipatías.
Que nadie se envalentone con defensas indefendibles, que llevo 35 años volando por este planeta y, aun reconociendo mi extrema susceptibilidad en estos temas, lo afirmado no falla, como una tesis algebraica que no admite relatividades.
Las excepciones, que las hay o habrá, confirman mi sentencia: el personal de Iberia es contratado tras exigírsele una maestría en prepotencia, rudeza o, al menos, cierto mal humor congénito.
Ver y escuchar a dos azafatas de Iberia desatar entre ellas sus batallas dialécticas sobre si hay a bordo más pastas que pollo, como si los pasajeros a la hora de las comidas no existieran o fuesen un estorbo, es casi un incidente menor. Más llamativo resulta advertirles el enfado cuando los pasajeros, al abordar, con nervios y exceso de equipaje de mano, intentan torpemente acomodarlo en los compartimentos altos de la cabina. Lejos de ofrecer su ayuda, los y las azafatas están más pendientes de amonestarles dichas torpezas y volver a acomodar de mala gana las piezas, bufando su típico lenguaje hosco que nadie entiende, pero todos comprendemos.
Dirigirse uno al personal de a bordo de Iberia, digamos, para pedir una información o un vaso con agua fuera de horario de servicio es un gesto de valentía imprudente, y yo he visto a más de uno sofocarse con calores de miedo, antes de atreverse a tal hazaña.
Aquí ni siquiera hay que esperar un comentario reprobatorio poniéndonos en nuestro lugar, es decir, el lugar que nos corresponde a los simples viajeros. Que ya podemos darnos con un canto en los dientes por habérsenos permitido subir a la aeronave a cambio de míseros mil dólares en el mejor de los casos.
Los tripulantes no te hablarán, no contestarán ni confirmarán haber entendido tu desatinado deseo. Te socavarán el alma con la más acusadora caída de ojos, una mirada de lanzallamas que te evoca el Inferno de Dante, y una contracción de hombros hacia atrás para dejarte bien claro quién ostenta el poder ahí, y que tú eres criminalmente inoportuno con tus deseos.
Pero avancemos.
Durante años me he preguntado si el desubicado personal de Iberia sufre de una patología inherente al tipo de empresa, o si el tema esconde algún trasfondo más profundo que, de alguna manera, pudiera hacerlo un poco comprensible. Son las canas y las tantas vivencias tras ellas, las que me han permitido sacar mi conclusión, aunque intuyo que a ella habrán llegado muchos antes que yo y, seguramente, con un discernimiento más reflexivo del que yo me permito.
Porque a mí el tema, sinceramente, me molesta.
Los españoles no hemos sabido asimilar el repentino bienestar de nuestra sociedad con la humildad que nos deberíamos exigir, por nuestra historia y por nuestra milenaria pereza intelectual.
Esgrimimos nuestro mal humor como si aún estuviésemos jugándonos la vida en batallas medievales a pecho abierto; lanzamos agresividad a mansalva antes de que nos coma el coco o nos menosprecien otros lastimándonos el ego.
El fenómeno de los energúmenos de Iberia, definitivamente, no es uno aislado.
Llegamos, por ejemplo, a Madrid, y se nos despiertan de inmediato todos los antojos largamente reprimidos, con lo cual no pasan ni veinticuatro horas cuando ya buscamos las terrazas de los bares de la ciudad para mitigar las ganas a base de picoteos varios y cañas o botellines de cerveza.
¿No les ha pasado que, una vez sentados a la mesa, aparecen el camarero o la camarera -primos hermanos de los de Iberia, seguramente- y les mira con indiferencia y sin saludo alguno, esperando que uno lance su orden con rapidez?
Y es que en España saludar, ya no digo con cortesía, lanzar un saludo a manera de reconocimiento de que se ha entendido que los recién llegados son clientes, es un esfuerzo mayor, y queda a lo mucho expresado con un susurrado bramido o un tic nervioso de cabeza. A más no llegamos, indistintamente del barrio, pasa igual en Vallecas que en el centro, saludar a un cliente de manera amable parece conllevar algún tipo de amenaza y, como no nos gusta sufrir, preferimos disimular cualquier tipo de empatía.
¿Qué nos vamos de shopping por boutiques o centros comerciales? Otras tantas experiencias iguales, a la palabra «amabilidad» se la reprime, y es en poquísimas ocasiones que siento que se me atiende bien y con un esfuerzo real por servirme. Como si la tarea a desempeñar no fuese la atención al cliente, sino bufar cuando hay que estar corriendo tras ellos para dejar nuevamente dobladas las prendas que irrespetuosamente desdoblamos al querer comprar algo de ropa.
Normalmente, puertas adentro, me importa poco a nada como nos interrelacionamos los españoles, ahí no me meto, si con mayor o menor tino o finura, lenguaje aparte. Pero en esto de la atención al cliente, lo de trabajar sirviendo al público, cargo una sensibilidad especial, y a mí me exasperan la mala educación, la prepotencia y la grosería.
Y es que estamos en la senda de convertirnos en un pueblo lleno de energúmenos antisociales.
Esto puede que nos lleve a la perdición. Porque, poco o nada de cerebro se necesita para entender, que los que vienen de fuera a visitarnos, turistas, curiosos, inmigrantes o demás viajeros, en algún momento se hartarán de nuestras maneras grotescas y dejarán de venir, visitarán Croacia o Guatemala, y no habrá paella, vinos, playas, historia y arte que nos salven, terminaremos siendo el país más bello del mundo con los gilipollas más insoportables al que ya ningún forastero querrá venir.
No es broma cuando afirmo, que somos perezosos intelectuales.
Nos va más la marcha, los toros, el futbol, el botellón, la crítica, la envidia, los tacos y la siesta, que reflexionar un poco sobre un par de realidades que están a la vuelta de la esquina. La automatización y las nuevas tecnologías ya nos pintan un futuro ciertamente incierto, donde a la inutilidad del ser humano habrá que combatir con darle nuevas razones para ser y estar. Empatizar con los demás, trabajar en algo con vocación de servicio, podría ser una tarea necesaria y con futuro.
Para muestra un botón. Cuando elijo en IKEA hacer uso de las cajas automáticas, aquellas de auto-cobro donde al cajero se le ha sustituido por una pantalla táctil y un lector de código de barras manual, cuando evito así la posibilidad de contacto con un dependiente trasnochado que, quizás, me mente la madre por haber comprado demasiado, me doy cuenta de que me escudo de enfrentarme a un disgusto, y las maquinas, al menos, no tienen un mal día o humores cambiantes.
Mal vamos.
Oigan, que yo a la América Latina que elegí como hogar para este tercio de mi vida le meto caña día sí y día también. He escrito y seguiré escribiendo sobre ella. Me pudren sus jodiendas corruptas, la sociedad de castas, el abuso y la ignorancia. Y en Ecuador sabemos bastante de esto.
Pero, si de algo estoy convencido es que no cargamos esa mala hostia que ofende, al contrario, es notorio el trato afable al cliente que nos dispensamos aquí, con Colombia a la cabeza, donde la cordialidad y las buenas maneras embaucan tanto, que uno siempre quiere volver.
¿Será que en España podemos bajarnos un poco del pedestal de la prepotencia, acordarnos de que la amabilidad mueve montañas, tragarnos la mala leche o, al menos, mejorarla con algo de cacao americano?
Mejor nos iría a todos.