29. oct., 2021

¿Se puede ser feliz escribiendo?

Me viene a la mente la entrada al cine Apollo, en los años 70, en Hannover, Alemania.

Pero necesito saber si en 1963 aquel cine ya existía, lo necesito para ambientar la escena.

Lo busco en Google y lo encuentro: ya existía, me sirve, tomo nota. Inicio con la escena, en Limmerstraβe, una trifulca, y el germen de una amistad que luego duraría cincuenta años.
Las ideas fluyen, los errores también, pero no siento ganas de parar, al menos hasta el empujón final de la bronca, hasta terminar cansado, pero dejar esas líneas escritas.

Son veintitrés renglones con muchas partes subrayadas en rojo por el programa, alguna en azul, ayudando a señalar errores.
Me levanto, tomo agua, y doy uno de mis tantos paseos por nuestra vivienda, un apartamento de menos de ochenta metros cuadrados. Pienso: sería un sueño vivir en una casa con un gran jardín, tener espacio para caminar esos cortos trayectos que necesito cuando pienso. Casi no sé pensar sentado, andar me ayuda, pero solo por fragmentos, paseos muy cortos hasta volver a la computadora.

Un par de renglones más, pero me estorban visualmente los subrayados y releo todo, perdiendo el tiempo. Siempre es un error, porque releer me invita a corregir y pierdo el hilo, pero así lo enfrento, perdiendo el hilo no una sino mil veces, tantas, como caminatas que doy en cada página. Si sé que luego ya corregiré. También mil veces.

De pronto pienso que no, que no quiero un jardín, porque me distrae, y la tentación de caminatas más largas haría que se evaporen las ideas que tanto esfuerzo me cuestan hilvanar.

Desaparecidos los subrayados, intento continuar, pero detecto que no encaja mi idea inicial con una escena que quedó simpática pero inútil. Me pongo en pie y dudo si caminar un momento o directamente eliminarla.

Me voy al dormitorio y busco el libro de Ursula Kehrs, hojeo unas páginas señaladas con pósits hasta encontrar lo que necesito, respiro aliviado, y vuelvo a lo escrito que, menos mal, no necesito eliminar del todo, porque solo fallan los últimos seis renglones.

Al personaje de Janek le termina faltando carácter, no puedes entrar en escena dando una patada voladora y luego expresarte en el diálogo con la educación de una joven aristócrata de las de Jane Austen. Tengo que replantearme la conversación, la condición del joven alemán, dejarlo más abestiado.
Para encontrar la manera, me vuelvo a incorporar para dar un par de pasos más pero, en vez de andar, me quedo en el angosto pasillo donde tenemos gran parte de nuestros libros. Como tantas veces hago, me arrimo a la pared, de espaldas, y recorro los lomos de cada uno seguro de que, insistiendo en aquel gesto, se me revelará en alguno de esos libros un camino para transformar al Janek insulso en el joven macarra que necesito que sea.
Me detengo en Falcó, de Pérez-Reverte, el genio de los personajes canallas y me siento acompañado, gracias don Arturo, pero acabo de ver Los tres mosqueteros de Dumas, y va a ser el simpático canalla de D’Artagnan el que le insufla algo de idiosincrasia a Janek. Falcó es mayor y es espía, mi Janek solo un joven tontorrón.

Y entonces me bloqueo, o confundo, porque recuerdo de repente que la noche anterior había señalado una frase en La república de Platón, una paranoia que me había saltado un poco antes de ponerme a batallar con mi insomnio y apagar la luz.
Así que cierro el archivo con el fragmento de la gresca a la salida del cine en Hannover, y abro el archivo que denominé “interludios”. Me pongo un rato con la idea subrayada la noche anterior y la respuesta que Tima le da a Aristos en su diálogo, el texto en el que había estado trabajando y que había dejado a medias por distraído, por pensar más en Janek que en Tima.
Pero ahora, las tres frases que faltaban salen de una, me aplaudo yo mismo, en silencio para que mi esposa no sufra viendo que en realidad estoy loco. Y me doy por satisfecho, me entran ganas de café y distraerme mirando un rato a los cocineros de la tele.
Pero no me enganchan, más bien me voy al dormitorio, me siento en el pequeño sofá y poso las piernas sobre la cama.

Miro el rostro de Tima; la tengo impresa tres veces y pegada en mi pizarra de tinta líquida donde apunto ideas. Es mi manera de parir a mis personajes, a todos les pongo cara y figura, gestos y manías. Siempre hay una persona real que encarna a mis personajes imaginarios, puede ser un amigo, un actor, un enemigo o simplemente un rostro que me imprimo, anónimo, pero en el que veo a mi personaje. Tima tiene el rostro de una escritora y activista que admiro, sus fotos por triplicado arriba de las de Aristos, Emma y Berenice, me recuerdan su manera de hablar, y así borro de nuevo las tres frases, para decirlas mejor a la manera de la Tima activista.

Treinta y cuatro renglones, dos horas, veinte paseos breves por nuestra vivienda, y una sensación infausta de poca autoestima, de no valorar con justicia mis progresos y sí con la crueldad que prefiero para fustigarme ahora y luego no acusar las desilusiones, porsiacaso.

Miedos.

Chifladuras de escritor.

Pero os juro,
que nada, nada, nada en el mundo me hace más feliz que dedicarme a estos trances de crear historias, escribirlas, sufrirlas, pasearlas, dar vida ahora a mi tercera novela…

¡Nada me hace más feliz que ser feliz escribiendo!