27. nov., 2021

La tortura de los cumpleaños

Te das cuenta que vas fracasando, cuando mantienes durante cincuenta años el mismo discurso y nada cambia.

Debe haber sido ya con siete u ocho años cuando inicié a decirle a mi madre, un año sí y otro también, que en el día de mi cumpleaños no quería que me regalara un pantaloncito nuevo.
Nunca triunfé, siempre fracasé.

Desde que el Homo sapiens es sapiens e inició con esa simpática costumbre de hacerse regalos, la evolución va dejando patente nuestro fiasco al respecto. Y como recientemente pasé por otro trance cumpleañero, el quincuagésimo séptimo ya,  con el horrendo pavor de un día merecer el epíteto de fracasado, le doy otro intento al tema a través de estas líneas, elevando mis plegarias al Olimpo de las Súplicas, aunque dudo que exista.
¿Por qué, cuando hacemos un regalo, parece que nos homenajeamos a nosotros mismo y no al sujeto objeto de nuestra generosidad? ¿Por qué los regalos casi siempre chirrían y simbolizan un penoso: -Mira qué buen gusto tengo al regalarte esto?

Me explico, y lo haré hilvanando mis pensamientos a raíz de lo que una persona allegada me comentó en algún momento mientras hablamos de este tema en el día de mi cumpleaños:
-A mí no me hace feliz regalarte un libro -me dijo la persona sapiens en cuestión, provocándome un cataclismo de amarguras, no por el libro ausente, sino por la evidencia de que ya nadie hace el más mínimo esfuerzo de empatía al regalar algo.
Pero ¿desde cuándo se trata de hacer feliz al que regala y no al que recibe?
Hablábamos con este sapiens allegado de la abundancia de ropas y trapitos que suelen ser los obsequios más comunes en esas fechas señaladas y mis personalísimos traumas desde la niñez al respecto.

Hace unos años, un día me planteé la posibilidad de crear una ONG a la que iba a llamar con el nombre: “MOVIMIENTO A FAVOR DE NO REGALARLE EN SU CUMPLEAÑOS ROPA A UN NIÑO SINO PRECIOSOS Y DESEADOS JUGUETES”. Si finalmente me abstuve de hacerlo, fue porque no se me ocurrió un nombre mejor y no se me permitió registrar este.
Si un niño necesita ropa, es obligación de sus padres o tutores proveérsela, si no hubiese los recursos para ello, somos la sociedad los que debemos cuidarnos y apoyarnos entre nosotros. ¡Pero no a manera de regalo en el cumpleaños de la criatura! ¿Dónde está la empatía para comprender que se trata de hacer feliz al homenajeado, al receptor, no al obsequiador con el ego desatinado?
Regalarle a un niño un lindo jersey con un Pato Donald estampado, aunque sepamos que ese bicho le gusta, en vez de un pato a control remoto o uno inflable, uno para jugar, es de pésimo gusto y antipatía. ¿Y por qué habría de ser diferente con los adultos?

Antes de que suenen las alarmas y me caigan a palazos los sabiondos de turno, diré que sí, que yo también entiendo que a los niños hay que vestirlos y a los adultos también; no sé cómo fue en épocas remotas de homo, sin embargo, en las más recientes, ya de sapiens, la ropa y los trapos son una necesidad. Pero que cada cual se consiga la suya durante los restantes trescientos sesenta y cuatro días del año, no así en el día del cumpleaños, ¿no les parece?

¿Cómo lo explico más claro? Que si yo necesito una camisa, yo me la compro, que si necesito un pantalón, lo conseguiré en su momento, y así con calcetines, calzoncillos, chaquetas, zapatos, corbatas, pañuelos…
Pero, llegado mi tan ansiada fecha de celebración de un año más de vida soportándonos mutuamente, la vida a mí y yo a ella, yo quiero mi juguete, y aunque, naturalmente, este también puedo ir a buscarlo yo mismo (y así lo suelo hacer), adquiere cuota de proeza amorosa cuando te llega por manos de otros y gratis.
Está bien, yo sé que hay seres (para mí, raros) que aman que les regalen ropas y artilugios para decorarse el cuerpo. Por mí está bien, hay que complacerlos, pero estudiemos un poco al sujeto objeto de nuestras intenciones antes de lanzarnos, que no todos somos iguales.

Que existimos los que soñamos con otras cosas, coleccionamos artefactos, tenemos hobbies, somos golosos, amamos los caprichos, no crecemos…
Los cumpleaños están para eso, para mimar al que lo sufre, que ya bastante nos estragan los años en lo físico como para encima dejar que otros sapiens se ceben con nuestra psique.

En el día de mi cumpleaños yo abro mis ojos, emocionado, curiosamente ese día no cuesta nada madrugar, y comienzo a salivar pensando en los aromas del obsequio literario que me encontraré ese día. Me arreglo para la ocasión, me afeito, que no es poco, salgo de casa, alborozado como Caperucita el día iba a ver a la abuela, y… me voy solito a la librería elegida para regalarme un par de deliciosas horas curioseando lomos y reseñas, pestañeando a menudo por el fulgor cegador de tantas carátulas hermosas, antes de decidirme por mi regalo, el libro de mis apetencias en aquel momento que es mío, especial, con olor a nuevo y enamoramiento por las letras. Y así me hago feliz yo mismo; la librería, generosamente, me regala un marcapáginas a juego con mi compra, y me preparo para al resto de normalidad cumpleañera, sabiendo que más tarde me llegarán los trapitos de ese año. Nunca tengo dudas sobre eso.