6. jun., 2022
Yo, el bibliotecario
Tengo la sensación de que hace un buen tiempo inicié a errar mi camino y va llegando la hora de intentar adquirir un nuevo mapa.
Lo realmente emocionante de la vida de un urbanita como yo es que se parece a una gran ciudad, variopinta en estampas, caminos y direcciones, con curvas y bifurcaciones que nos obligan a elegir para llegar a algún lugar. Este luego nos puede gustar o no, pero al caminar se hace la vida y en la vida se van haciendo caminos.
Mirando hacia atrás, he sido un privilegiado dedicándome durante más de tres décadas a ganarme el pan en una industria sexi como lo es la aviación comercial y el turismo. Renegar de este fortunio sería como abofetear a millones que no pueden disfrutar de un trabajo atractivo en el que se viaja, se conoce y se empacha uno la psique y la cosmovisión.
Aunque tampoco vayamos a malinterpretar. Los provechos consecuentes de los que puedo engolosinarme en mi trabajo no siempre compensan el que me saco la madre para servirles la mesa a unos cuantos accionistas a los que, en el fondo, importo poco o nada.
Y mano en el corazón. Ellos a mí otro tanto de lo mismo.
Pasan los años y la mente va manifestando transformaciones hasta uno tener que aprender a ser un juglar y equilibrar la vorágine de las ocupaciones de manutención con los deseos y las vocaciones que se van quedando en el tintero. De esto, la patología derivada casi siempre termina siendo la frustración.
Pues bien, mi punto es que me apetece apropiarme de un nuevo mapa que me vaya señalando las cómodas avenidas o los senderos escarpados, lo mismo me da, que me guien hacia mi siguiente ilusión, largamente aletargada y pisoteada por mis propias contradicciones.
Voy a ser bibliotecario.
Tiene toda la lógica del mundo y se deja expresar con un razonamiento único y apabullante: serlo me haría feliz.
Siendo como soy, lector feliz desde siempre, comprador compulsivo de libros, escritor de unos pocos propios, coleccionista voraz del objeto como tal, oliscón de estanterías y manoseador de lomos, ¿por qué no habría de buscar mi felicidad convirtiendo a los libros en mis compinches diarios y, en su compañía y con su ayuda, batallarme una misión tan digna como enarbolar la bandera de la lectura como salvación cultural de mis semejantes sapiens que andan despistados jodiéndose la vida entre unos y otros?
Que sí, que creo en el poder de la cultura y de la lectura para combatir la estupidez, y mi medio elegido para ello son los libros.
Un amigo, al que confesé el otro día esta intención, me soltó inconscientemente su brutal sentencia jugándose el pescuezo con ello, porque de inmediato captó que mis venas se hincharon y mis ojos lo furibundearon con ráfagas de orgullo herido.
-Que aburrido -soltó el infeliz y a punto estuve de castigarlo por tal afrenta contra la hermosa profesión de mis deseos.
¿Puede ser aburrido trabajar buceando entre los objetos de tu devoción, convertirlos en el centro de tus pasiones diarias, hablar de ellos y con ellos, conocer sus secretos, hojearlos hasta abanicarse uno con sus aromas, susurrarles enamorado y, sobre todo, presentarlos a lectores que piden que les guíes para compensar sus inseguridades a la hora de elegir?
¿No es igual, por ejemplo, el trabajar de jardinero y rodearte de emociones y frangancias amando a las plantas locamente? ¿O ser carpintero y esnifar aserrín como bálsamo de felicidad mientras fabricas artilugios de utilidad con cierta belleza?
Para mi no hay nada mejor que ser bibliotecario.
Puesto a dármelas de augur, y que ciertamente no soy sino cuando me conviene, tomaré por señales dos eventos recientes y aislados que me sirven de proemio a mi digna decisión.
Recién comprada y leídas las primeras páginas de la tercera novela de la serie Terra Alta, de Javier Cercas, me encuentro con que el protagonista, Melchor Marín, policía atractivo aunque algo bruto, había dejado su profesión de las primeras dos partes para cumplirse el deseo de trabajar de bibliotecario.
Me dio espasmos de envidia, tantos, que a punto estuve de renegar de aquella lectura y volver a Murakami que había dejado inconcluso. Pero luego me dije que no ha de ser ni sano ni normal envidiar a un prota que no existe más que en la ficción de El castillo de Barbazul, y que tan solo ocurría aquel cambio de ofició porque Cercas era el instrumento utilizado por el cosmos agorero para darme una señal.
Pocos días después, en Madrid, mi padre y yo tomamos el Metro en la estación Sierra de Guadalupe de la línea 1. Sin sospecharlo, me encuentro ahí de repente con uno de esos benditos quioscos biblioteca, Bibliometro se llama la genialidad, donde los viajeros pueden llevarse en préstamo, de forma gratuita, libros. Aquel tropezón con una de las iniciativas culturales que más aplaudo en mi ciudad fetiche, me emocionó hasta el punto de desear caer de rodillas y rezarle a San Jordi unas cuantas alabanzas, cosa que sin embargo no hice porque estaba con mi padre y mucho me cuido de no hacerle pasar innecesarias vergüenzas ajenas.
Pero señal es señal, por muy descreído que sea uno.
Entonces, el objetivo está marcado, la pasión acelerándose in crescendo, resta comprar el mapa, aprender a descifrarlo y trazar un plan del cómo, dónde y cuándo.
Pero nada me apeará de mi determinación: voy a ser bibliotecario e intentaré compensar en el otoño de mi vida toda aquella inutilidad y nulidad de contribución a la humanidad que sostuve por demasiados años.
Me quedan unos cuantos para aprender la profesión, y otros para volcarme en ella.
Seré bibliotecario para poner mi grano de arena hacia un mundo mejor.